Si
hay algo que insiste en mis escritos es el problema del sujeto. ¿Es acaso una
extravagancia de mi parte usar conceptos que no se adhieren a la
comprensión común? ¿Será que su único uso es un ensimismamiento en el cual me
siento confortablemente seguro? Lo sería si y sólo si, el sujeto se redujese a
la simpleza de una psicología, que llamaría institucional, cuya labor, por estructura,
se sostiene en creencias que no han sido suficientemente puestas a revisión.
Una de ellas, diremos, es que el lenguaje sirve para comunicarnos. De eso a
creer en lo que llaman una “psicología educativa”, no hay más que un paso. Por
consiguiente se empieza a vislumbrar por qué enfatizamos tanto el léxico
psicoanalítico: lo inconsciente, ¿se educa? ¿Se adiestra? ¿Se cura? Y si el
sujeto es sujeto del inconsciente, ¿cuál es su estatuto? Concédasenos que sea
el de una letra, pero tachada: $. Es así como lo propone Jacques Lacan, autor
que, siguiendo la pluma de Freud, propuso una subversión del sujeto. Al tratar
a toda costa de devolverle su dignidad al psicoanálisis, Lacan puso de
manifiesto el hecho de que nuestro modo de abordar lo psíquico es diferente a
como lo hace la psicología clínica, súbdita de la psiquiatría. Con este
preámbulo, se perfila por qué le he prestado interés.
No
nos es ajena la fascinación que el trabajo de clasificación del psiquiatra
genera en el BM, y creo que más todavía en el DSBM o en el shoegaze/contintesblack/etc. Aludir a trastornos
mentales en las canciones, en las imágenes, es llamativo, y para decirlo quizá
con hosquedad: en una sociedad de consumo, vende. Pero, ¿a qué se debe esta
atracción que dichos temas ocasionan? Tan sólo echemos un vistazo al cine y el
clásico drama trágico del personaje que descubre que siempre estuvo loco (o
muerto, que en este caso tiene el mismo sentido), alucinando, viviendo una
realidad falseada, llegará a la orden del día. Aunque hay películas que su
propia lógica obliga a la ambigüedad: piénsese en Shutter Island de Martin
Scorsese, así como podemos pensar que Di Caprio estaba loco, automáticamente la
segunda lectura es igual de pertinente: ¿Y si, efectivamente, su locura fue
inducida por los mismos médicos? Ante esto, uno puede anticipar el nombre de M.
Foucault en el asunto. Su obra se enfocó en no dar nada por inmutable,
esencial, predestinado, sino analizar las condiciones discursivas y de poder
que permiten la emergencia de ciertas epistemes,
con sus respectivos objetos, pongamos el caso que aquí compete: la relación
psiquiatría y locura.
La
anormalidad tiene que ser construida, configurada, para dar lugar a una normalidad
supuesta. La histérica en algún momento fue la bruja, el esquizofrénico en
algún momento el poseído. Ahora bien, a lo que Shutter Island nos mueve no es a
optar por una de las dos lecturas posibles, sino a poner en entredicho que haya
una lectura correcta. El gato de Schrodinger puede estar vivo o puede estar
muerto, ¿qué más da? La clave aquí es que siempre queda el factor de que el
delirio puede atinar a la realidad, aspecto que también es recurrente en las
historias: el protagonista está viendo fenómenos paranormales reales y lo toman
por loco, lo encierran, etc. Lo que tiene efectos en esos dramas es que
justamente la locura contiene verdad. Muestran la relación tensional entre realidad y fantasía, en la cual cualquier participante se relaciona con la verdad ahora pensada como lugar. No haremos aquí distinciones técnicas precisas entre psicosis y locura, aunque
las haya. Un psicótico, cuando escucha voces, las escucha, no hay ningún
momento de titubeo en el cual diga “¿y si estoy alucinando?”. Es decir que lo
que diferencia a una neurosis de una psicosis no es un conjunto de fenómenos
observables y cuantificables detectados y clasificados por el médico o el
psicólogo, sino una auténtica postura epistémica, o para decirlo en tono
psicoanalítico: epistemofílica. Y en ese sentido, es una posición de sujeto. El
psicótico no duda, no hay distancia posible con el objeto, dígase para seguir
con el ejemplo, el objeto-voz: las voces que escucha son reales. En efecto, el
loco no sabe que está loco, pero sí sabe quiénes le tienen miedo y, a
diferencia de lo que muchos creen, sí puede mentir. De este modo, el asunto se
complica, porque bien puedo decir, con un ademán paradojal: “La única
diferencia entre un loco y yo, es que yo no estoy loco”. El efecto de temor
mezclado con admiración que el loco puede inspirar, ¿no es acaso eso que Freud
llamó lo Umheimlich, lo ominoso, y que
Lacan continuará con un neologismo: lo éxtimo? Es algo tan extremadamente
íntimo, que se convierte en exterior, pues la locura –lo diré así- es el núcleo
de nuestra estructura psíquica. Se entiende por qué la locura vende, incluso,
si nos remitimos líneas más arriba, se entiende por qué el satanismo vende.
Pero, ¿qué atención le presta a esto aquel que, manual bajo el hombro,
diagnostica a diestra y siniestra? En su posición de saber, dictamina quién se
escapa de la norma, sin negar la importancia de esta función a nivel de la estabilidad
social, pero sin dejar de señalar que un trastorno mental no es el sujeto. El
sujeto, como aparece en el matema de Lacan, $, está dividido, lo cual
significa, entre otras cosas, que no tiene una esencia.
Con
esto se explica por qué he dicho que la psiquiatría/psicología homogeneiza, y
de esa manera, obtura al sujeto. Por eso Chaoswolf concibe a la locura, a la
melancolía, a la manía, a la angustia, como algo muy distinto a como lo
entiende esa ideología psiquiátrica que tanto incide –la mayor parte del tiempo
sin notarlo- en el sentido común de las personas. ¿Y no son acaso muchas de esas bandas
que hablan por moda de enfermedad mental un homenaje al triunfo del psiquiatra sobre la
subjetividad? Lo dejo al aire.
-Chaoswolf